04/08/2022CIUDAD

Una madre y una hija contando historias, relatando anécdotas

Un nombre tan lindo –Angelina- y le dicen “la Negra”. Angelina Graff, la mamá de Patricia Maier, quien ubicada a su lado para la entrevista, no deja de reír un poco cuando explica: “Aparentemente era muy morocha cuando era chiquita, y en vez de Angelina, le quedó Negra”. También explica que esa forma de llamarla, Angelina, antes era como un nombre viejo, y ahora, “como que se ha vuelto a utilizar”.

Todo lo que Patricia Maier hace desde hace muchos años, con mayor intensidad en estos últimos, por reivindicar y rescatar la cultura de los alemanes del Volga, ¿lo aprendió en su casa?, le pregunto. Me responde que “un poco de mi familia: mi papá, mi tío Héctor Maier, que también se dedicó mucho a eso”. Dice Patricia, que “uno, cuando va creciendo, por ahí se va dando cuenta de todo lo importante que  tiene en su espalda” –o en su raíz- “en cuanto a su cultura, sus costumbres”.  

Relata que hace unos años, cuando empezó a mirar para atrás, se dio cuenta de todo el bagaje cultural que tiene toda la comunidad alemana. “Con lo que han trabajado mis tíos, mi papá también, todos siempre involucrados en las instituciones, luchando para llevarlas adelante. Creo, que todo eso influyó en mí, como para que uno también quiera continuar en esa senda”.  

Angelina relata quiénes fueron los inmigrantes llegados a la Argentina desde una de las aldeas a orillas del río Volga. “Mis abuelos, los Graff. Después vino Schro, que era mi otro abuelo. Me parece que su señora era de Entre Ríos. Todos, de Kamenka”.  

Ver, hace unos meses atrás, las fotos de ese pueblo en Rusia; conocer cómo están hoy en la actualidad; con muchas de las iglesias católicas construidas por los alemanes, destruidas, “da mucha tristeza”, dicen madre e hija. “Es muy triste”, dice Patricia.  

Angelina, dice que su abuela, contaba mucho sobre Rusia, “porque ellos vivieron ahí, muy pobres. Lamentablemente cuando uno es chico, esas cosas uno no quiere escuchar”, dice, lamentando no haber escuchado más. Ella decía que “un día, antes de venir a Argentina, se murieron 3 hermanos suyos, a los que enterraron en el patio. Cuando me contaba eso, me daba tanta pena. Pobre abuela, tres hermanos”. Quedó la abuela con dos hermanos más que son los que vinieron a Argentina, cuenta Angelina, dando testimonio de la tristeza y las peripecias pasadas por este pueblo de gente trabajadora que buscaba un lugar donde vivir mejor, tranquilos, progresando; lo que encontraron en nuestro país.  

¿Cómo se aprendían las tradiciones y costumbres alemanas, que han perdurado inquebrantables, más allá de todos los años transcurridos? “En el diario vivir”, dice Angelina. “Porque nosotros hablábamos el alemán, como hablamos ahora el castellano. Papa y mamá, hablaban en alemán”. Relata que fue al colegio en Louge, sin saber una palabra en castellano. Es ahí donde empezó a saber que había otro idioma. ¿Pueden imaginarse lo que implicaba para un niño, no comprender nada de lo que se le decía? 

Los relatos de la infancia de Angelina, yendo a la escuela, jugando en los ratos libres y ayudando en la casa: juntando tosca, juntando bosta de vaca para encender la cocina a leña y las ramitas chiquitas de los árboles. Lo que se hacía como un juego, sin peso, sin problema.  

Claro que, al ser la más chica de los hermanos, hubo cosas que no hizo, como trabajar en el tambo. Solamente, tenía que entregar los litros de leche, cuando las familias llegaban a buscarla. También, por supuesto, tener todo limpio y ordenado, cocina y habitaciones, para cuando los que habían hecho el trabajo de ordeñe diario, bien temprano en la mañana, llegaban a desayunar, a tomar café con leche y comer chorizo seco. ¿Se le hace agua en la boca no? Porque en estos relatos, uno encuentra nostalgia de la propia infancia ya pasada, o de la infancia que nos relataron los padres.  

¿Su juventud?, le pregunto, ¿Cómo era? Hay que escuchar con atención su respuesta. Angelina dice, arrastrando las palabras, para que no queden dudas: “Pocas veces baile, nada más que dos veces al año. Acá, en el club”, indicando el club El Progreso. Además, se iba con los padres. “Nosotros éramos jóvenes y ellos nos llevaban. Papá siempre estaba parado en la puerta. Cuando era la 1 de la madrugada, era la hora de irse. Con el carrito, con dos caballos, nos volvíamos al campo. A esa hora, hacía un frío que nos moríamos”. Relata, pero estalla en una carcajada ante un: Angelina, ¡quién te quita lo bailado!  

Angelina es de la época en que los novios debían pedir la mano a la chica para poder andar de novio. Patricia aclara que para ella y Pedro, eso no fue necesario. “Tampoco tanto”, dice.  

Igual, a Angelina, no le fue difícil, porque las familias se conocían, formaba parte del grupo que se juntaban para las salidas. De manera que ella y su esposo, no tuvieron que pasar por esa formalidad.  

Es hermoso verlas a ambas juntas, Patricia y Angelina, madre e hija.  Y escuchar cómo esta madre, observa la labor que lleve adelante su hija, con su propia familia y con la comunidad, con orgullo y admiración.

Patricia dice que aprendió de su mamá, de su padre, de sus tíos y tías, el trabajo. “Uno eso, lo va mamando. Y todo lo vinculado a nuestras tradiciones, la gastronomía, fundamentalmente. Porque el vínculo que uno tiene con la mamá es ese. Ver como se hacen las cosas, y poniéndolas en práctica”.

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