12/09/2017TURISMO

Pedro Meyer, habitante de Quiñihual.

“No me siento solo, uno cuando está tantos años en un lugar se acostumbra a todo”. Está calificado como el último habitante de un pueblo rural, Quiñihual, y quien resiste al paso del tiempo y a la soledad del lugar.

Así lo presentó no en una sino en dos oportunidades el periodista Leandro Vesco en sus notas de El Federal. Le hizo dos visitas, una en abril de este año y la primera había sido hace tres años atrás. Esas notas despertaron la curiosidad de mucha gente que desde diferentes lugares ha venido a visitarlo, a conocer cómo es su almacén de campaña o almacén de ramos generales, como solía llamarse a estos comercios rurales donde se conseguía de todo, hasta alguna caña u otra bebida fuerte para premiar la tarde luego del trabajo o hacer frente a toda una jornada de labor.

Fue así también que llegó hasta el lugar un equipo de Canal 13, encabezado por el reconocido periodista Mario Markic, para una entrevista que se emitió en Telenoche el viernes 1ero de septiembre.

Quiñihual pertenece al Distrito de Coronel Suárez, ubicado aproximadamente a 55 kms. de la ciudad cabecera. La construcción de esta estación con su correspondiente ramal ferroviario finalizó en el año 1910, obra del ferrocarril Rosario-Puerto Belgrano.

La importancia que tuvo la estación ferroviaria se adivina al caminar por el lugar. Los rieles, tapados por el pasto, dan lugar a contar que además de la vía principal había otras vías secundarias para permitir el desvío de los trenes. Los galpones dejan adivinar también que en las épocas de cosecha en el lugar se acopiaba algo de granos, en los tiempos en los que se trabajaba a bolsa y luego a granel. La casa del jefe de estación está acompañada por otras dos dependencias, que dan cuenta también de la importancia de la estación, ya que el jefe contaba con dos ayudantes para reemplazarlo en sus momentos de descanso. Y aunque la estación está abandonada, hábitat insistente de palomas con sus crías, igual guarda el aspecto señorial de las construcciones ferroviarias: fuertes, resistiendo al tiempo. Y más allá hay un caserío medio destruido, viviendas de los catangos, que se ocupaban del mantenimiento de las vías, junto a una construcción más grande que es el comedor, donde estos trabajadores compartían los momentos de almuerzos y cenas. Por aquí pasaban dos trenes de pasajeros por día, a la mañana y a la tarde, una vez por semana el tren Rosario-Puerto Belgrano y muchos trenes cargueros.

¿Cuándo se abandonó la circulación por este ramal? La fecha de defunción, como en muchos pueblos, fue la privatización primero y luego la construcción del empalme que se hizo en Coronel Suárez. Después de eso ya no fue necesario utilizar este trayecto de vía. Ese fue el entierro final de la estación Quiñihual.

La escuela del lugar, la Escuela Rural Nº 21, también está sin alumnos en sus aulas desde hace 17 años. Aunque hace 10 años un grupo de hombres y mujeres de letras la pidieron para cuidarla y para actividades culturales, lo que la mantiene con algo de actividad y cuidada en sus instalaciones.

Pedro Meyer tiene aquí su hogar. Aquí está su chacra, el lugar donde cría algunos cerdos, gallinas, algunas vacas. Este es el negocio que heredó de sus padres y este es el lugar donde creció y que sigue eligiendo para vivir su vida.

Ni tristeza ni soledad tiene en su rostro. Guarda la tranquilidad, la mansedumbre de quien vive feliz. Por supuesto que se resiste a esta calificación de ser el último habitante del lugar, porque ¿quién puede decirlo? se pregunta. Si claro que algo de nostalgia lo anida cuando recuerda el movimiento que solía tener durante todo el día Quiñihual.

“Está empezando a venir más gente al boliche, al enterarse ahora que existe este boliche de campaña. Ayer mismo hubo gente de Tres Arroyos, también de Ventana. La gente se pega una vuelta por acá, para ver si era cierto que había tanta gente aquí, como se decía. Les digo que sí, que había muchas personas viviendo acá. Ahora, cuando acabó el ferrocarril, la gente que estaba trabajando acá la despidieron o la trasladaron a otra parte, entonces se terminó, se acabó”.

Recuerda que “el tren de pasajeros local pasaba todos los días. Iba hasta Bahía y volvía. Y el rosarino pasaba una vez por semana. Los trenes de carga pasaban dos veces por día, a veces tres y cuatro también sabían pasar. Había mucho movimiento y mucha gente alrededor: en las chacras chicas, en todas, vivía gente con familias, y todas venían acá”.

Sobre el almacén de campo recuerda que fue creado por “unos abuelos de Carlos Villar, que fueron quienes hicieron esto. Debe haber sido a principio de 1900. Después mi padre lo compró, en el año 1964”.

Sobre los recuerdos de su niñez dice, sin dudar, que “fue linda”. Y aclara las razones: “había mucha gente, teníamos muchos amigos. No es como hoy, donde no hay prácticamente nada. Está la estancia alrededor, pero no hay mucho movimiento. Pero antes era como una colonia, todas las tardecitas la cancha de fútbol se llenaba de gente”. Se refiere a la cancha del Club Sportivo Quiñihual, “ahí están las camisetas y los trofeos. Participábamos en la Liga Agraria. También se hacían muchos triangulares, cuadrangulares, que jugábamos con equipos de Pringles, Líbano, Ponteau y se juntaba cantidad de gente. A la tardecita era el picadito de entrenamiento. Y después los domingos eran los partidos. Por ahí jugábamos de local y otras veces de visitante. Yo jugué y también fui a la escuela en este lugar”.

Más adelante en la entrevista Pedro Meyer habla del boliche de campo que todavía sigue abriendo cada día, “acá se vendía de todo. En esos años se vendía todo suelto: yerba, azúcar. Se vendía pan en cantidad. Había mucha gente y todos los días entrar acá era como entrar a un supermercado. El pan fresco venía en tren de Pringles y algún día, cuando hacía falta más, se traía de Suárez”. Elocuente prueba de esto que está diciendo Pedro son las enormes estanterías que van hasta el techo, para tener ordenados y a la vista innumerables productos. También las estructuras para albergar los productos sueltos que se vendía a la clientela, y un poco más allá una innumerable cantidad de cajones para los elementos de ferretería que también se vendían. Y en las afueras dos tapas de YPF dan cuenta que allí hubo tanques de combustible para proveer a los chacareros.

“El boliche estaba abierto siempre; se abría hasta el domingo a la mañana. Se cerraba solamente medio día a la semana. El lunes, ya a las 7 horas, otra vez había que tener el almacén abierto. Hay gente que venía del pueblo para su chacra y había que tener abierto temprano. Incluso para proveer a los changarines que trabajaban acá en las bolsas, porque pasaban a tomarse una cañita o dos antes de ir al trabajo”, recuerda Pedro, que desde pequeño ayudó a sus padres a atender a la clientela del lugar.

¿Por qué sigue estando en el lugar? La respuesta de Pedro Meyer guarda simpleza, y mucha profundidad: “porque me crié de chico. A los 7 años, cuando mis padres compraron esto, hice acá la primaria, todo el colegio. Mi trabajo es acá, estoy arrendando campo acá nomás a cuatro kilómetros. Por acá sigue pasando la gente, no tanto para proveerse, sino para pasar un rato, charlar. Se encuentran unos con otros y así pasan el tiempo. No me siento solo, uno cuando está tantos años se acostumbra a todo. Primero lo bueno, cantidad de gente todos los días, y ahora al haber tan poquitos uno también se acostumbra”.

Sobre la notoriedad que le han dado las diferentes notas periodísticas al lugar dice que “viene gente de otros lados, preguntan cómo era antes. Uno les explica y la gente se va contenta. Vienen muchos que han estado trabajando cerca de acá, o que han pasado alguna vez por el boliche. Vienen y recuerdan, se habla de todo un poquito. La gente pregunta cómo la paso acá y si uno tiene su laburo, está trabajando, te olvidas de todo. Este lugar yo siempre lo abro 5:30, 6 de la tarde y hablamos de lo que pasa en las ciudades de alrededor”.